De los Ideales de la Ilustración a la Racionalidad Intersubjetiva.
Claves para la enseñanza Antonio Calvo [*]
Claves para la enseñanza Antonio Calvo [*]
Resumen
En este artículo se realiza un repaso de los Ideales de la Modernidad y de las circunstancias históricas que conllevaron un retroceso en sus aspiraciones emancipatorias. Asimismo, se analizan las consecuencias que los resultados de estos procesos puedan tener en la fundamentación de una enseñanza basada en principios racionales y democráticos.
1. Kant y los Ideales de la Ilustración.
Se inician en el siglo XVII una serie de procesos de maduración intelectual que comienzan entonces a configurar el ideal de la conciencia ilustrada como clave de la “salvación” del hombre en el mundo y no fuera de él. Estos procesos irán evolucionando durante un siglo hasta encontrar su culminación socio-histórica, con la Revolución Francesa, y filosófica, con la obra kantiana a fines del siglo XVIII. Lo que la Ilustración busca desesperadamente es poder sacar al hombre de su miseria intelectual y material; de su dependencia de las creencias supersticiosas; de su incapacidad de ejercer la soberanía de su propia conciencia. En la obrita “¿Qué es la Ilustración?”, Inmanuel Kant deja escrito lo siguiente:
La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. Él mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.[1]
El hombre debe atreverse a hacer uso de su razón. La racionalidad humana se convierte, así, en la piedra de toque de todo el pensamiento moderno. Si la humanidad es capaz de valerse por fin de su razón (y de su conciencia, como advierte Kant), sólo debería poder esperar un futuro feliz, libre de miserias y emancipado de todo tipo de subyugaciones.
Este ideal centrado en la razón inicia para el hombre un modo de relación con su entorno basado en el dominio, puesto que es el dominio, la conquista de la naturaleza lo que le ha de descubrir la clave que le permitirá vencer sus inseguridades y limitaciones, para colocarlo dentro del mundo natural en el lugar central que le corresponde. Kant, como se ha mencionado antes, avisa entonces que no sólo se puede tratar de descubrir cómo conoce la mente humana, sino que es imprescindible para el hombre conocer los aspectos prácticos de este conocimiento; no sólo cómo conoce la razón, sino cómo debe dirigir el comportamiento del hombre en el mundo. La ética kantiana pretende precisamente definir de qué manera la razón es capaz de determinar la voluntad y la acción moral. En contra de las éticas materiales anteriores a su tiempo, que aspiraban a definir específicamente los mandamientos morales que debía respetar el hombre en sus acciones, Kant decide que lo importante es determinar los valores formales, universales y, sólo entonces, extraer los criterios de moralidad aplicables al hombre concreto. Lo importante es percibir aquí que la voluntad del hombre es autónoma y que la ética, a lo sumo, puede únicamente indicar lo que resultaría conveniente con respecto a la ley moral. Las acciones serán moralmente buenas siempre que la intención del sujeto sea buena. La voluntad depende de la razón: es la capacidad de obrar de acuerdo con unos principios universales que la razón es capaz de concebir en su autonomía. La acción moral depende, por tanto, de un acto de voluntad dirigido al cumplimiento de un deber.
Las leyes morales, tal como las concibe Kant, se presentan como imperativos: imperativos hipotéticos, que son imperativos que condicionan la acción a la consecución de un fin, e imperativos categóricos. Los imperativos categóricos son válidos por sí mismos, sin que deba obrar ninguna condición. Estos principios categóricos constituyen el principio de la moralidad. Es la razón la que actúa para discernir en ellos cómo debe querer la voluntad. En una de sus formulaciones, el imperativo categórico reza:
"Obra de acuerdo con la máxima según la cual puedas al mismo tiempo esperar que se convierta en una ley universal".
Otra de las formulaciones del imperativo categórico incluiría la siguiente:
"Obra de tal manera que la voluntad pueda considerarse en sí misma, mediante su máxima, como legisladora universal".
Estas máximas son facta de la razón: cada una de ellas es una regla universal y necesaria que procede de la razón misma. Para la práctica en el mundo, la razón no necesita una indicación externa de lo que debe o no debe hacerse. Kant afirma de esta manera la autonomía de la razón en tanto que sola legisladora de sí misma. Kant, pues, confirma la autonomía del sujeto pensante. Lo que este proceso consigue definir en sus líneas principales, pues, es lo que se ha venido a denominar el “Paradigma de la conciencia”.
2. La Escuela de Frankfurt y la condición posmoderna.
En 1947 Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, dos de los más importantes integrantes de la llamada “Escuela de Frankfurt”, publican una obra que habría de ejercer una influencia enorme en los debates sociológicos de la época, la Dialéctica de la Ilustración. Estos autores siguen principalmente la estela de otros dos pensadores alemanes, campeones - desde perspectivas muy diferentes - de la crítica contra el sistema capitalista, Max Weber y Carlos Marx. Inculcados por los atroces acontecimientos ocurridos antes y, muy especialmente, durante la segunda guerra mundial – que ellos mismos, miembros ambos de familias de ascendencia judía, hubieron de sufrir directamente al verse forzados a afrontar el exilio -, ponen su empeño en la Dialéctica por descubrir las claves de la realidad político-social que hayan podido dar pie a una regresión tan brutal, tan irracional hacia modos sociales marcados por la incivilidad y el odio en sus formas más salvajes[2]. De lo que se trata principalmente es de averiguar los motivos que han llevado a un fracaso tan rotundo de los ideales de la Ilustración, para los cuales el progreso, conducido siempre por la razón, sólo podía haber asegurado la creación de un mundo civilizado, estable y en paz. La tesis que anida en el centro de la Dialéctica es la que, de modo similar a algunas de las afirmaciones de Max Weber, lleva a Adorno y a Horkheimer a la conclusión de que, en realidad, las catástrofes en las que hubieron participado de un modo u otro los países más desarrollados del momento no hubieron ocurrido de manera casual. Para ellos, la evolución de la racionalidad humana sólo podía haberse dado como un progreso en la voluntad de dominio y, por tanto, como un avance del violento instinto de supervivencia de la especie. La indiferencia y la pasividad burguesas hacia el sufrimiento extremo –percibidas como uno de los mayores delitos morales en la ciénaga moral del tiempo – no reclamarían una explicación dirigida hacia su carácter excepcional, precisamente porque no se trataría de una ocurrencia sorprendente, sino consustancial al instinto mencionado.
La voluntad de dominio responde a una racionalidad instrumental, una racionalidad que actúa de acuerdo a fines (Zweckrationalität, palabra acuñada por Max Weber); esto es, con vistas a procurarse unos beneficios previsibles. La ciencia y la tecnología — se entiende — gozan de una posición preeminente en este sistema, ya que constituyen la herramienta para la exploración y explotación de los recursos; para la exploración y explotación del ser humano también, mediante el uso de un lenguaje y unos conocimientos que están vetados a la mayoría. Esta racionalidad se dirige hacia el exterior, para actuar sobre la naturaleza, por eso mismo sobre-explotada hasta límites irracionales. Se dirige también hacia el interior, para ejercer su dominio sobre los propios individuos, por medio de convenciones ideológicas y culturales que los obligan a aceptar como propios objetivos que les son ajenos, que los obligan asimismo a identificarse con la imagen del éxito social y a actuar, por tanto, como mercancías en el mercado de las personalidades. Los medios de comunicación contribuyen de manera especial a mantener esta dolorosa ilusión. Y ambos, convenciones culturales y medios de comunicación, funcionan bajo el control de la industria cultural, de carácter institucional. La ilusión de los pensadores ilustrados según la cual el desarrollo de la ciencia conllevaría un crecimiento en la libertad del hombre, se revela en la sociedad capitalista avanzada como la creación de lo que Weber denomina la “jaula de hierro” de la racionalidad burocrática. Según Adorno y Horkheimer, esta racionalidad instrumental responde a la necesidad fundamental de la producción en el centro de las prioridades. La sociedad a la que ha llevado este tipo de racionalidad es una sociedad en la que son el trabajo, la eficiencia en la producción los que determinan el valor real del ser humano.
En su Dialéctica, Adorno y Horkheimer realizan una crítica feroz de la sociedad partiendo de sí misma; pero no son capaces de ofrecer una puerta de salida, porque, para ellos, esa puerta no está definida. Para ellos, lo esencial es el hecho de poder mantener una actitud crítica frente a las asimetrías y los abusos, pero no logran ver la luz al final del túnel, situados en la perspectiva del tiempo en el que escriben, cuando el mundo es un lugar devastado por la guerra y la ignominia. Los ideales de la Ilustración han derivado de manera necesaria hacia la racionalidad instrumental y, con ella, hacia el apetito omnipresente de dominación.
¿Es eso todo? ¿Es éste el final de la historia, como han querido algunos? ¿Es éste el final de la modernidad, entendida como el ideal de progreso hacia la realización completa de las aspiraciones del ser humano? La primera generación de la Escuela de Frankfurt (y alguno de los primeros discípulos, como es el caso de Herbert Marcuse, cuyas obras de crítica social El hombre unidimensional o Eros y civilización obtendrían una difusión extraordinaria) debe adjudicarse una parte importante de la responsabilidad en la reproducción de las fuerzas que habrían de desembocar en los fenómenos de la posmodernidad. El fenómeno posmoderno constituirá una especie de reorganización intelectual para hacer frente a la imposibilidad de continuar creyendo de manera inocente en los ideales ilustrados. Una “reescritura”, dirá el filósofo Jean-François Lyotard. La posmodernidad nace, pues, del descreimiento, del escepticismo más radicalizado con respecto de las posibilidades de alcanzar las metas universales de felicidad con el apoyo de la racionalidad humana. Ya no se cree, por tanto, que el progreso pueda constituir necesariamente un bien para la humanidad. El filósofo italiano Gianni Vattimo recuerda:
Fue Arnold Gehler, en un ensayo de 1967 sobre la secularización del progreso, quien atrajo la atención sobre el hecho de que hoy el progreso, el desarrollo de lo nuevo se ha vuelto rutina en todos los campos de la vida… [3]
Jean-François Lyotard, en su obra Réécrire la modernité (Reescribir la modernidad) nos da una definición de lo que, a su juicio, sería la posmodernidad:
La posmodernidad no es una época, sino la reescritura de algunas de las características proclamadas por la modernidad y, ante todo, la manifestación por parte de la modernidad de que su legitimidad se funda en el proyecto de liberar a la humanidad entera por medio de la ciencia y la tecnología.[4]
Una “reescritura” que rechaza las grandes narraciones, los grandes ideales, los universales. En el prólogo a su obra tal vez más famosa, La condición posmoderna: Informe del saber, Lyotard escribe:
Simplificando hasta el extremo, defino posmoderno como incredulidad hacia las metanarrativas. Esta incredulidad es sin duda un producto del progreso de las ciencias: pero ese progreso a su vez la presupone. […] La función narrativa está perdiendo sus “functores”, su gran héroe, sus grandes peligros, sus grandes viajes, su gran meta. Está siendo dispersado en nubes de elementos de lenguaje narrativo; narrativo, pero también denotativo, prescriptivo, descriptivo, etcétera. Con cada nube se transmiten valores pragmáticos que son específicos de su clase. Cada uno de nosotros vivimos en la intersección de muchas de estas valencias. Sin embargo, no establecemos necesariamente combinaciones estables de lenguaje, y las propiedades de aquéllas que establecemos no son por necesidad comunicables.[5]
Lyotard caracteriza nuestra época como un tiempo marcado por el escepticismo hacia las “meta-narrativas”; esto es, hacia esas prácticas teóricas que quieren explicar el mundo mediante sistemas cuya intención, parece, es la de abarcarlo todo. Para Lyotard, los seres humanos nos hemos vuelto más conscientes de la diferencia, de la incompatibilidad recíproca de nuestras aspiraciones y creencias. Debido a ello, la posmodernidad se caracteriza precisamente por una abundancia de micro-narrativas, de explicaciones locales y puntuales. Este concepto de la “micro-narración” está directamente conectado con la idea de los “juegos del lenguaje” wittgensteinianos, y denota la multiplicidad de comunidades de significado, los innumerables sistemas distintos en los que se producen significados y donde se crean las reglas pragmáticas particulares que permiten su circulación.
Acaso debamos insistir una vez más en nuestra pregunta: ¿Es éste, pues, el final de la modernidad, entendida como el ideal de progreso que debía conducir al ser humano hacia la realización completa de sus aspiraciones?
3. La racionalidad intersubjetiva.
Jürgen Habermas, miembro de la segunda generación de la Escuela de Frankfurt, discípulo y, en su juventud, colaborador directo de Adorno, entiende que el de la Ilustración no es un proyecto desahuciado. Para él, éste es un proyecto inconcluso, que, por tanto, debe ser retomado para ser llevado adelante[6]. Es preciso, pues, abrir un nuevo camino a las viejas promesas emancipatorias de la modernidad. No obstante, ¿cómo puede lograrse una empresa de estas características, cuando todos los caminos parecen definitivamente cancelados?
En opinión de Habermas el camino está abierto. No sólo está abierto ahora, pero lo ha estado desde un principio. Para él, la clave consiste en reelaborar la conciencia crítica kantiana, de carácter universal, en términos de intersubjetividad y de diálogo. El lenguaje que empleamos en nuestros intercambios comunicativos diarios en el mundo de vida es justamente el medio específico a través del cual podemos lograr un entendimiento con el otro. Ésta es, precisamente, la razón de ser del lenguaje, su telos. Un entendimiento, por otra parte, al que debemos aspirar sistemáticamente, de modo que los consensos logrados por personas libres y responsables mediante el uso de la argumentación pueda constituirse en la base de nuestras relaciones interpersonales y, consecuentemente — aunque de manera ideal —, de todo el tejido socio-político.
Cabe mencionar aquí la descripción realizada por Habermas del ámbito del sistema institucional, que sería aquél que “administra” y marca culturalmente la vida de la sociedad, enfrentado a ese otro ámbito del “mundo de la vida”, el mundo de las relaciones diarias articulado en tres esferas: la cultura, la sociedad y la personalidad. El sistema ha colonizado el mundo de vida. Esto no implica, sin embargo, que las fuerzas de tipo instrumental que lo caracterizan deban ser eliminadas, sino asimiladas a una lógica diferente de las relaciones individuo-sociedad. La racionalidad comunicativa debe ayudar al individuo a abstraerse de esa acción instrumental y a ejercer una relación crítica con respecto de la racionalidad burocrática. En palabras de Paulo Freire:
O diálogo é o encontro amoroso de homens que, mediatizados pelo mundo, o “pronunciam”, isto é, o transformam, e, transformando-o, o humanizam para a humanizaçâo de todos.
Este encontro amoroso não pode ser, por isto mesmo, un encontro de inconciliáveis. Não há nem pode haver invasão cultural dialógica; não já manipulação nem conquista dialógicas: êstes são têrmos que se excluen[7].
3.1 Los tipos de conocimiento.
Habermas argumenta que existen tres tipos de conocimiento diferentes, con criterios de verdad distintos, los cuales representan y son representados en diferentes comunidades por medio de intereses económicos, ideológicos y políticos distintos. Opina que el contenido de nuestro pensamiento es menos importante que la forma en que éste se transmite. Éste es un detalle crucial: lo que él intenta demostrar es que lo verdaderamente importante no son las diferencias en los contenidos de las ideas, sino el hecho de que éstas se muestren de modos diferentes en las distintas comunidades culturales. Esto explica las distorsiones y los malentendidos que pueden producirse en los debates racionales entre individuos con una base cultural divergente.
Los tres tipos de interés son el técnico, el práctico y el emancipatorio. Estos intereses fundamentales se corresponden con los tres tipos de conocimiento siguientes. En primer lugar, el conocimiento científico — conocimiento “empírico-analítico”, en palabras de Habermas —, que está basado en la creencia de que es posible adquirir un conocimiento objetivo de un mundo exterior preexistente. Este conocimiento deriva del positivismo y sirve a los intereses técnicos. En segundo lugar, el conocimiento “histórico-hermenéutico”, imitador del conocimiento científico, se ocupa no obstante de las contingencias de la experiencia humana. Sirve a los intereses prácticos. Un tercer tipo de conocimiento, que promueve la auto-reflexión, que es emancipatorio en intención y en efecto y en el cual auto-reflexión, conocimiento e interés son una misma cosa.
Ahora bien:
Habermas se dio cuenta de que la sociedad moderna ha promovido una expansión desequilibrada del interés técnico en control. El impulso que conduce a dominar la naturaleza se convierte en un impulso por dominar a otros seres humanos. El esfuerzo especulativo de Habermas sobre cómo aliviar esta distorsión tiene como meta recuperar la racionalidad inherente a nuestros intereses “prácticos” y “emancipatorios”.[8]
Tanto el conocimiento científico referido al mundo natural como el que se ocupa del mundo social son conocimientos de tipo instrumental y están inevitablemente asociados con el poder, por mucho que se haya querido destacar su carácter “aséptico”. Habermas intentará corregir el prestigio y poder desproporcionados concedidos al conocimiento científico. El poder asociado con los enunciados científicos o científico-sociales se manifiesta en el hecho de que se les fuerce a competir por la legitimación dentro de un contexto cultural con otros muchos tipos de enunciados: religiosos, estéticos, legalistas. En la competición por lograr la autoridad, el juego lingüístico que resulta favorecido es el que a su vez auspicia los intereses de las instituciones o estructuras que detentan el poder económico, político y social. Paralelamente, en su búsqueda de generalizaciones que puedan convertirse en principios científicos acerca del comportamiento, las ciencias humanas no sólo emplean los métodos e instrumentos científicos sino que incorporan los intereses de los métodos científicos; esto es: el control sobre sus objetos de investigación. Las ciencias sociales no están ya preocupadas meramente con la interpretación sino con la manipulación y dominio de los seres humanos.
3.2 El Paradigma de la conciencia.
Como vimos anteriormente, la concepción del sujeto en la filosofía de la Ilustración — y, en especial, de la filosofía kantiana —es la de un ser que es capaz de actuar en el mundo gracias a los dictados de su conciencia. La razón, por lo tanto, es libre y soberana. El Paradigma de la conciencia está en el eje de esa concepción, en la que el sujeto cognoscente se define en su especificidad, como algo separado del objeto cognoscible. El esbozo de un sujeto tal, que actúa desde la autoridad de sus propias valoraciones, favorece el desarrollo y la expansión del modelo instrumental de la acción social. El sujeto es, en principio, dueño y constructor de su conciencia particular y actúa, de acuerdo con ella y desde sí, para establecer vínculos con lo que queda fuera de él. No obstante, su fuerza pasa a estar comprometida cuando sus propios intereses quedan a merced de las grandes corporaciones y de los medios de comunicación, controlados por aquéllas. La visión de una conciencia compartida, de una dimensión intersubjetiva del conocimiento, que acepta el interés común como principio, queda fuera de la órbita teórica asociada a esta concepción.
El paradigma de la conciencia se manifiesta aún en la confianza puesta en la racionalidad humana por la modernidad. Tal confianza en el poder de la razón determina la imagen del hombre moderno, empeñado en lograr el progresivo cumplimiento de los ideales defendidos por la Ilustración. El hombre, sin embargo, visto como sujeto individual, aislado e impotente. De ahí que los ecos del paradigma de la conciencia puedan resonar también en el proceso de “desencantamiento” que culmina en la llamada “condición posmoderna”. La mujer y el hombre modernos, en el sentido propio de la palabra “modernos”, ponen su fe en el progreso, el cual constituiría, de esta manera, la vía para alcanzar los logros sucesivos que habrían de llevar inevitablemente a la constitución de una sociedad más libre y más justa. El fenómeno de la posmodernidad surge de un cambio de perspectiva según el cual los seres humanos han dejado de creer que el progreso constituya necesariamente un bien para la humanidad. Este fenómeno confirma la imagen del hombre actual, quien, aislado y desposeído de los valores que lo hubieron colocado en el centro de las preocupaciones de la Ilustración, aparece hoy como un objeto residual, como mercancía al servicio de intereses económicos y políticos que le sobrepasan.
3.3 La Teoría Crítica de la Sociedad.
Como hemos visto más arriba, los pensadores de la Escuela de Frankfurt pusieron su empeño en revelar las contradicciones inherentes a las sociedades modernas. Describieron las causas y los efectos de la racionalidad instrumental con el fin de revelar cómo tal racionalidad ha dejado de ser una actividad reflexiva, como pidiera Kant, para convertirse en una racionalidad estratégica al servicio de intereses egoístas. Desde la Escuela, pues, se transmite la idea de un pesimismo desesperanzado con respecto a las posibilidades de que la razón ilustrada pueda ser capaz de ayudar al hombre a alcanzar sus objetivos de emancipación. Con todo, acaso conviniese recordar en este momento lo que Max Horkheimer menciona en su Crítica de la razón instrumental: “… la denuncia de aquello que actualmente se llama razón constituye el servicio máximo que puede prestar la razón”[9]. Porque lo que llamamos “razón” no consiste en realidad en aquella capacidad de reflexión que nos ayudaría a comprender nuestro entorno y a actuar en él mediante su guía. Se trata — como indica bien a las claras el título de la obra de Horkheimer — de esa otra función, la instrumental, marcada —como hemos visto repetidamente— por el imperativo de la producción.
La concepción hegeliano-marxista de la historia influye en dos aspectos determinantes a los componentes de la Escuela. Por una parte, ven el desarrollo de la historia de la sociedad como la dialéctica del progreso de la razón. La evolución de la sociedad, por tanto, determinaría el sentido de la evolución de la racionalidad humana. Por otra parte, esa misma razón es entendida como la facultad por medio de la cual el hombre ejerce un dominio sobre la naturaleza en favor del progreso. Interpretada como racionalidad instrumental, va a ser percibida desde sus posiciones, e inevitablemente, como una fuente del dominio que se genera también en las relaciones entre personas. En consecuencia, la imagen del sujeto — imagen cuyas raíces, como hemos visto, siguen prendidas en el paradigma de la conciencia —, se define como la de un agente teleológico, participante en acciones sociales que tienen como base el interés instrumental. El progreso social conduciría, pues, a un callejón sin salida. De este modo, las democracias occidentales van a ser concebidas como comunidades que participan de lo que Herbert Marcuse denominó el “Estado Autoritario”.
3.4 La Teoría de la Acción Comunicativa.
La lectura de las Lecciones de Jena de Hegel por parte de Habermas le llevan a éste a reconsiderar la importancia central adscrita al paradigma de la producción y el trabajo llevado a cabo por las tesis marxistas. La especie humana se socializa, no sólo debido a las relaciones determinadas por la producción y el trabajo, sino también mediante la interacción con el otro por medio del lenguaje. La relación sujeto-objeto que subyace a la teoría marxista del trabajo dejaría fuera elementos importantes de la relación interhumana. Los humanos se relacionan entre sí mediante el uso de elementos simbólicos, en los que quedan implícitas unas expectativas de reciprocidad y de moralidad. Trabajo e interacción, pues, resultan entonces las dos vías primordiales de socialización y de auto-constitución de la especie. Acción instrumental y acción comunicativa se conforman como los nuevos polos dialécticos en la historia del ser humano. No es necesario buscar elementos de análisis fuera de la interacción social, sino en la misma comunidad de lenguaje en la que estamos desde un principio situados.
Habermas no comparte la actitud pesimista de sus maestros en la Escuela de Frankfurt. Para él, el problema no está en la razón misma, vista por aquéllos únicamente como expresión de la racionalidad instrumental. El problema para Habermas estaría en las distorsiones ideológicas que han creado confusión en torno a las verdaderas posibilidades del hombre moderno para poder intervenir en su contexto social.
Con su Teoría de la Acción Comunicativa, Habermas se propone realizar una reconstrucción crítica de la racionalidad como base de la sociedad democrática y como cumplimiento del ideal emancipatorio de la modernidad. Para lograrlo, partirá de la filosofía kantiana, aunque sustituyendo su focalización en una conciencia individual por un enfoque centrado en una conciencia de corte intersubjetivo y dialógico. Esta nueva perspectiva le permitirá superar las aporías en que hubieron incurrido sus predecesores de la Escuela de Frankfurt y, de este modo, poder seguir construyendo los objetivos de progreso de la Ilustración.
En la base de la propuesta de Habermas de una Teoría de la Acción Comunicativa está la necesidad de sustituir la filosofía de la conciencia por una estructura dialógica del lenguaje como fundamento del conocimiento y de la acción. Su propósito es el de investigar la fundamentación metodológica de las ciencias sociales en una teoría del lenguaje y sustituir, por tanto, la influencia de los intereses de tipo instrumental por aquéllos que, basados en los intercambios comunicativos, procuran la expansión de una conciencia intersubjetiva. Su concepto de la acción comunicativa defiende que la racionalidad depende de la capacidad de entendimiento entre sujetos capaces de lenguaje y acción, por medio del uso de actos de habla insertos en el contexto de un “mundo de vida”. Ese mundo de vida es el lugar trascendental en que el hablante y el oyente se salen al encuentro planteándose diferentes pretensiones de validez.
La intención de Habermas es la de introducir esta Teoría de la Acción Comunicativa para dar explicación de los fundamentos normativos de una teoría crítica de la sociedad. Según él, el proceso de desencantamiento sufrido por sus maestros de la Escuela de Frankfurt tendría su origen en el agotamiento de la filosofía de la conciencia como paradigma del conocimiento. Consecuentemente, él se propone reemplazarlo por una teoría de la comunicación humana que sea capaz de atender y dar salida a las cuestiones de crítica social que quedaron pendientes en la obra de sus predecesores.
Una vez instaurada la posibilidad de ejercer la crítica sobre las estructuras sociales existentes en la actualidad, se hace necesario establecer un plan para la acción. Un plan para la acción que ofrezca a las personas la posibilidad de intervenir en su medio social para decidir, mediante el uso de la argumentación y la búsqueda de consensos, las soluciones a cuestiones fundamentales de la comunidad de habla. Estos procesos de argumentación deben contrastarse con una Comunidad Ideal de Habla, que constituiría el “espejo” en que deben mirarse los participantes. El planteamiento de una “comunidad ideal” debe, pues, ser entendida no necesariamente como una meta última a la que se deba aspirar de manera inmediata, sino como un objetivo ideal que sirva de referencia a las actuaciones y a las etapas de progreso cognitivo establecidas por la teoría de la acción comunicativa.
3.4.1 La función social del lenguaje.
La tradición filosófica que viene de Aristóteles y que ve el lenguaje como una herramienta de carácter designativo cuya función es la de expresar el pensamiento a través de signos comenzó a ser puesta en cuestión en la obra de pensadores como Herder, Hamann y Humboldt para quienes el lenguaje no puede ser reducido a mera expresión del pensamiento. La razón y el lenguaje no pueden ser separados de las condiciones particulares de un contexto cultural e histórico dado, ya que ambos — lenguaje y razón —operan e interactúan en los ámbitos en que se dan tales circunstancias. Las categorías a través de las cuales se estructura la realidad y se interpreta el orden del mundo no se encuentran en la conciencia individual sino en el sistema mismo de prácticas lingüísticas, en el uso comunicativo como acción social, que es el que consigue hacer que cada cultura particular sea lo que es en realidad. El paradigma de la conciencia ignora esta conciencia compartida, esta dimensión intersubjetiva del conocimiento que se construye por medio de la actuación comunicativa de las personas.
El lenguaje posee un doble carácter. Por una parte, es objetivo, es el producto de un cúmulo de experiencias históricas. Por otra parte, el lenguaje es trascendental, en el sentido de que establece categorías cuya influencia condiciona nuestra visión del mundo. No obstante, al colocar el lenguaje en el nivel de una dimensión trascendental, el giro lingüístico emprendido por Habermas no sólo nos revela la posibilidad de encontrar en ella nuestra imagen teórica del mundo, sino también el eje primordial del que surgen las valoraciones prácticas capaces de evaluar las actuaciones intersubjetivas. La dimensión ética del lenguaje se manifiesta en las condiciones de su uso pragmático tal como se realiza en la intersubjetividad humana. El lenguaje, no obstante, no sólo es un vehículo para la transferencia de valoraciones acerca de aquello que pueda ser considerado o no como moral, sino que es él mismo el lugar en el que se dan las disposiciones primeras para una actuación acorde con unos principios determinados culturalmente. El mero hecho de hablar comporta, intersubjetivamente, unas pretensiones de validez cuyo cumplimiento constituye la condición de posibilidad de cualquier diálogo. La exploración y análisis de tales condiciones del uso pragmático de la lengua en los intercambios habituales de una comunidad de habla debe servir para revelarnos el núcleo mismo de la moralidad.
3.4.2 Pragmática universal y teoría de la argumentación.
El objetivo de toda interacción es el logro de un entendimiento. El sentido propio del lenguaje, su razón de ser, es el entendimiento entre los humanos. Habermas se propone revelar los supuestos pragmáticos universales que permiten ese entendimiento. Distingue tres tipos de discurso, a cada uno de los cuales le corresponderían unas pretensiones de validez concretas. El discurso acerca del mundo objetivo tendría como pretensión de validez la verdad; esto es, debe ser un reflejo fiel de un hecho o estado de cosas en el mundo. El discurso acerca de lo subjetivo tendría como pretensión de validez la veracidad o sinceridad, que el hablante sólo puede probar mediante su conducta. El discurso práctico o discurso moral tendría como pretensión de validez la corrección normativa o rectitud. Así pues, un acto de habla –que busca la transmisión de una fuerza ilocucionaria en un contexto concreto- presupone una serie de auto-exigencias, que Habermas explicita en cuatro supuestos: inteligibilidad, verdad, veracidad o sinceridad y corrección normativa o rectitud. En el caso de que cualquiera de estos supuestos fuese puesto en cuestión por el interlocutor, el hablante se vería en la obligación de realizar un esfuerzo para demostrar que, a pesar de las apariencias en contra, su acto de habla está conforme con las pretensiones de legitimidad. La pretensión de inteligibilidad afecta a cualquier tipo de discurso y debe ser esclarecida mediante la exégesis semántica de los enunciados empleados. La pretensión de sinceridad debe ser puesta en evidencia mediante un acto de coherencia entre lo que se dice y la conducta propia de quien realiza el acto de habla. Sin embargo, tanto la pretensión de verdad como la de corrección normativa deben ser defendidas mediante el aporte de argumentos que expliciten su sentido o aporten las pruebas necesarias que logren convencer a los interlocutores en el diálogo
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